JUANA Celia Inés López Miranda
Desde niña, cada vez que pensaba en las partidas, algo
extraño, como un ruido sordo, dentro de un baúl, se le manifestaba en el
costado izquierdo, justo abajo de las costillas.
Ese algo, le sobrevino aquella mañana que había pensado
sería tan común, tan como siempre, así que se quedó en la cama un rato más para
ver si se le pasaba la sensación.
Dormitaba cuando sintió el ringstone del celular. Leyó.
Entendió. Ahí estaba ese algo...la partida era inminente. Compró el billete
desde la computadora. Abrió el cajón de su mesa de luz , tomó el fragmento de
dije con media inicial casi borrada, que ahora, era su brújula , lo sostuvo en
la mano, con el puño cerrado, casi sintiéndolo latir también entre sus dedos.
La calle la esperaba.
Salió. El tiempo era una borrasca, una nube densa de
niebla que debía atravesar para llegar puntual a las cinco de la tarde al banco
de sangre y de ahí a la oficina de Abuelas, dos horas más. Sintió la soledad .
Al llegar le extendieron un sobre , lo guardó en la
mochila...caminó con el corazón acelerado y ese algo sonándole dentro, como si
el descubrimiento de quién era, se hubiera transformado en un furioso latido de
tambores. Miró el dije , húmedo, en su mano.
Juana, y la que podría llegar a ser, la otra, la sin
nombre, tenían esta secreta complicidad. Ambas se medían, se temían, pero
convivían en fraterna tolerancia, sabiendo que en algún momento, una, la
auténtica opacaría a la otra.
Tocó el timbre del portero eléctrico, ya en el ascensor
el sonido de los tambores en su costado se acrecentaron. Abrió la puerta. La
saludaron con afecto.
Allí, de pie, frente a ella, estaba esa mujer. Fue una
ráfaga. Lo que le garantizaban los resultados del ADN cuando se los leyeron, ya
no le hacía falta. El libro de su vida se abría ante ella, en esos ojos, en el
modo de sonreír y correrse el cabello del rostro, en esa piel que guardaba aún
la tersura de un pétalo.
Se vio en los rayos miel de esa mirada. Se leyó en ella.
Era su abuela materna.
De pronto los tambores callaron. Las dos mujeres se
fundieron en un abrazo . Juana abrió su mano, y supo al fin que la inicial de
su nombre era una V. Tomadas de la mano se encaminaron hacia la salida. Dos
mujeres renacidas, descendieron del ascensor, la tibieza del otoño las cubrió,
iban firmes, sin prisa, al ritmo de sus corazones, sintiendo el instante de la
vida .
La otra Juana, aquella que había llegado ya aturdida por
el ruido de los tambores en el pecho, esa, se quedó en el ascensor... por el
momento.